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  • Foto del escritorFiorella Levin

Todo junto

Mi perro Simón tuvo un pinzamiento en la columna el año pasado. Lloraba de dolor y con la ayuda de su fisioterapeuta, que le hizo acupuntura y le puso magnetos (además de mimarlo), salió adelante. La semana pasada con el cambio de clima volvió a desmejorar, lo que implicó llevarlo a la veterinaria y también me acompañó a ver un cliente porque no se movía ni un segundo de mi lado.


Hablo con una amiga muy cercana, tiene Covid. También tiene un hijo y como su ex marido no puede cuidarlo porque tiene que trabajar, el chico queda con ella. Parece que así es el protocolo. Y los padres de ella viven lejos, así que estoy pendiente por si necesita algo.


Pregunto a qué hora es el entrenamiento de hoy, ahora que hay toque de queda entre las 20hs y las 06hs. Se pasó para las 17.30hs y, ajuste de agenda mediante, creo que llego bien. Pero se siente extraño, como todo este contexto de pandemia en un mundo distópico, el día a día me resulta un delirio completo.


Un compañero reenvía una comunicación donde el gimnasio anuncia que a partir de mañana cierran todas las sedes que no tienen espacio exterior, incluida la mía. De pronto, súbitamente, no tengo ganas de nada. Absolutamente nada. Es una noticia que me pega una piña de frente, porque el deporte me alivia y me sirve como escape en muchos momentos de tensión. Pero se que no es por la noticia en sí sino porque estoy cansada, no quiero más cambios, basta de incertidumbre, pido tregua.



Miro a Simón, camina de un lado a otro del living mientras me mira con su pequeña cara peluda que pareciera decir "ayudame con este dolor". Pero ya hablé con su fisioterapeuta y no puedo drogarlo más de lo que ya está. Me angustio y siento impotencia, quiero que se sienta bien, que no le duela nada, que no sufra. También quiero sanar a mi amiga con Covid, que aunque tiene síntomas leves no puede trabajar y se tiene que ocupar de su hijo. Me siento pequeña, muy pequeña en este mundo enrarecido.

Pasa tanto y a la vez, no pasa nada. Sucede que todo ese cúmulo que pasa es, en realidad, lo que a mí me pasa por dentro, todas las emociones juntas en un tiempo demasiado corto. Me agota, me estresa, me angustia. No quiero sentir más. Mi cabeza está dividida y afortunadamente prima la parte del cerebro que me dice, repitiendo las palabras de quien fue mi psicólogo "desconfiá de tu cabeza", que en este momento ve todo negro.



Dejé este posteo a medias porque aunque ya no tenía ganas, me fui a entrenar igual, sabiendo que iba a volver más liviana y efectivamente volví siendo yo otra vez, renovada. Con ganas de terminar de escribir y recordarme que aunque comprenda el mecanismo mental, las (a veces malditas) emociones aparecen igual. Incluso tengo el registro mental en el mismísimo momento que las estoy sintiendo y aun sabiendo qué es lo que está sucediendo biológicamente en mi cuerpo, solo puedo cultivar la paciencia, esperar a que se pase y se que ese cambio ocurre cuando inyecto un interruptor como el deporte, que funciona casi como la perilla de la luz, se que eso me funciona a mí.


No tenemos todas nuestras emociones bajo control. Porque las emociones pueden tomar dos caminos distintos antes de expresarse. Uno es un desvío a través de la corteza cerebral, algo que hace que la corteza te dé la posibilidad de corregir el modo en que se expresan tus emociones. En esos casos, la corteza cerebral logra convencer a la parte más primitiva del cerebro para que entre en razones y reprima la emoción de miedo y terror: "No hay ninguna razón para asustarse de las anguilas, no son venenosas" - Kaja Nordengen



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