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  • Foto del escritorFiorella Levin

Escuchame


Yo enojada en el aeropuerto de Barajas, Madrid por un vuelo demorado


Reconozco que algunas actitudes sacan la fiera dentro mío, me queda bastante aprendizaje para no engancharme porque fundamentalmente la mayor damnificada se que soy yo. La pandemia trajo, entre otros daños colaterales, un gran caos burocrático para realizar trámites. Intenté, sin éxito, comunicarme por teléfono con uno de los bancos con los que opero habitualmente, no lo logré en marzo 2020 ni tampoco hasta marzo 2021.


Salir a comer afuera implica otro trámite que encuentro igual de tedioso: reservar mesa. Algunos bares directamente optaron por derivar a sus clientes a una página web donde pueden sacar turnos de forma automática. Otros, continúan otorgando mesas por teléfono y también están aquellos a quienes toca contactar enviando un mensaje por whatsapp o Instagram, en el peor de los casos. Me encontré con todos estos escenarios y comprobé que aquellos lugares a los que debo contactar vía whatsapp o mensaje directo, no suelen contestar hasta unas buenas horas después.


Esta semana me toca definir con qué diseñador e imprenta voy a trabajar para la confección de mi segundo libro, recibí varios presupuestos y la imprenta cuyos diseños más me gustaron, que además tiene un precio competitivo, no atiende el teléfono y tengo que llamar varias veces para poder hablar con un ser humano. Incluso, de los tres llamados que hice, dos no me atendieron.


¿A dónde vas con esta historia?, te estás preguntando. Di de baja todos los productos que tenía en ese banco que hasta el momento sigue sin atender a sus clientes por teléfono. Desistí de intentar reservar en aquellos lugares donde no me contestaron un mensaje en lo que considero un tiempo razonable (¿más de dos horas no es un exceso?) y descarté la imprenta que más me agradó, aún sabiendo que los diseños que vi me encantaron y que el precio era competitivo.

¿Por qué? La respuesta viene en forma de frase: "la gente puede olvidarse de lo que dijiste pero nunca olvidará cómo la hiciste sentir". En todos estos casos sentí que mi contacto no tenía importancia, ni para el banco del cual ya era clienta, ni para el bar a donde quise ir para consumir, ni en la imprenta donde pensaba imprimir algunos ejemplares de mi libro.

Me resulta increíble que luego de un año de pandemia, donde quedó en evidencia indiscutible la falta de contacto entre los seres humanos, aún haya empresas que no comprendan esta necesidad. Todos queremos ser escuchados, sentir que lo que decimos es tenido en cuenta.


Hace un tiempo fui ayudante de cátedra en una universidad privada. Me llamaba poderosamente la atención que el modo de dar clase no había cambiado desde que yo misma fui a la universidad, en esencia un profesor al frente y un montón de jóvenes sentados en frente de él. Lo que sí había cambiado sustancialmente es que este alumnado se pasaba el 90% del tiempo de la clase mirando sus celulares. Los profesores no les decían nada y más tarde en la sala de profesores, si bien comprendían que "los chicos de ahora son así", no hacían nada al respecto para cambiar la situación. Es un error pensar que los chicos deben adaptarse al modo de dar una clase (que se remonta al siglo III A.C), quienes debemos adaptarnos al contexto somos los que damos las clases.


De igual manera, son las empresas las que necesitan adaptarse a los nuevos usos y costumbres de los clientes o usuarios y no al revés, de lo contrario, el cliente se irá donde sí brinden aquél servicio que necesita. Y en muchas ocasiones los cambios o ajustes que se requieren son pequeños pero su impacto puede constituir la diferencia entre ganar/ retener o perder un cliente.




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