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  • Foto del escritorFiorella Levin

Escenas de la vida cotidiana

Por estos días, recuerdo una situación que viví hace unos años atrás. Era de tarde cuando entré al edificio donde aun vivo, y caminé el largo palier para tomar el ascensor. Mientras lo espero, converso con un señor que, me cuenta, viene a visitar a un vecino mío que recientemente enviudó, tiene dos hijas que ya son adultas y hace tiempo que no viven con él. Para continuar con la cordial conversación que me propone este hombre, le pregunto cómo están las hijas de su conocido, luego de la pérdida de su madre. "Y... ahí andan ¿viste?", me contesta. "Ellas ya tienen sus familias, por eso vienen poco", concluye. Mientras se cierra la puerta del ascensor, quiere saber si yo tengo hijos. "No", le contesto, a la vez que vamos ascendiendo juntos en el reducido espacio de metal. Apenas le respondo, el hombre me inspecciona con su mirada sin disimulo, de pies a cabeza, en lo que intuyo es un intento de dilucidar cuántos años tengo. No conforme con mi réplica, vuelve a la carga con otra duda que necesita aclarar: "qué...¿no te gustan los chicos?"


No recuerdo mi última respuesta porque a esta altura yo sentía que era una conversación sin sentido, entre dos personas de mundos distintos, distantes, desiguales. Y esto está bien, porque a mi modo de ver el mundo, las diferencias son válidas y bienvenidas.


Avanzo en el tiempo, y ahora estoy en el consultorio de mi ginecóloga, vine por el control anual de rutina pero cuando me registro en la recepción, me informan que la médica que me atiende tuvo que salir de viaje y que en su reemplazo hay otra doctora que trabaja en su equipo, quien podrá suplirla.


"Fiorella Levin", me llama al rato. Es una mujer de mediana edad, rubia, de rulos redondos. Me invita a pasar al despacho y mientras ambas nos sentamos, con un escritorio de por medio, me pregunta el motivo de mi consulta. Luego de revisarme y decirme que está todo bien, volvemos a ubicarnos en las sillas y ahora quiere saber mi edad. "Treinta y seis", le digo. "Fiorella, ¿estás en pareja?", quiere saber, en un tono muy amable. Después de mi respuesta afirmativa y para mi sorpresa, me pregunta si tenemos pensado tener hijos en el corto plazo. Su duda me impacta, me resulta invasiva y abusiva por igual pero como no quiero enojarme, le contesto lo que sinceramente pienso, que voy a tener hijos cuando lo sienta y que en este momento tengo otras prioridades. A pesar de lo que afirmo, me explica que "como profesional tiene la obligación de decirme" que pasados los 35 años el riesgo de concepción aumenta en varios sentidos y que si en algún momento deseo tener hijos, sería una buena opción congelar óvulos.


Silencio.


Le agradezco, me levanto y me voy.

Tanto en esta situación como en la primera, lo que sí recuerdo con nitidez es cómo me sentí. Me vi siendo observada, analizada y juzgada, sin haber pedido consejo alguno. Y este es, para mi, el primer punto importante, tenemos la costumbre de escuchar al otro - un amigo, un cliente, una pareja- y contestar en automático, incluso cuando no hay pregunta o cuando nadie nos pide una opinión. Hace unos años, como parte de una formación que estaba cursando, tuve que estudiar bastante el tema de la comunicación y recién ahí caí en la cuenta de que yo también lo hacía y dimensioné la importancia de, solamente, estar para el otro, escucharlo, y así también aprendí que la mayoría de las veces, cuando habla quien tenemos delante, no busca una observación sino que sencillamente lo escuchemos, quiere desahogarse, largar. En todo caso, puedo preguntarle si quiere saber lo que pienso y así opinar sólo si me lo requiere.


Luego, lo evidente: mandatos. Lo que se debe, lo que se espera de cada uno, en ambos casos se trataba de completos desconocidos para mi y aun así, sentí la presión, su necesidad de encajarme en aquél estante de lo socialmente esperado.


Soy consciente de que, tal como dice la frase, "cuando uno habla de Pedro, habla más de uno que de Pedro", pero incluso sin querer, como muestran estos dos ejemplos, podemos causar daño hablando cuando no pedimos una opinión, o bajando nuestros propios mandatos a los otros. Podemos ser más responsables por las cosas que decimos aprendiendo a callarnos, a no hablar en automático, a respetar al otro, que tiene su mundo, su mochila y su propia forma de ver el mundo. Y con este simple pero potente ejercicio, confío que todos podremos conectar mucho mejor.



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