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  • Foto del escritorFiorella Levin

Boys do cry

Los recuerdos de mi primaria aparecen como en código morse, uno si otro no, alguno de primer grado en la escuela, en un momento que nos acaban de servir té con leche en una taza de plástico acompañado de un puñado de galletitas dulces y luego la maestra apagando la luz para que apoyemos nuestras cabezas en la mesa bajita y hagamos la siesta. Después me veo en otra sala intentando hacer una cuenta matemática que me resulta imposible y estoy nerviosa y angustiada, bastante de hecho, porque me cuestan mucho los números. Otro flash, hay un acto escolar de secundaria y los alumnos tienen que elegir a alguien para que actúe y yo quiero participar así que, a pesar de mi timidez, levanto la mano para que me elijan. Recuerdo el gimnasio del subsuelo, bajando por unas escaleras de pronto aparecía un galpón gigante con piso de goma donde hacíamos gimnasia deportiva con pelotas marrones y tiritas blancas y caminábamos sobre una viga. También me acuerdo del comedor, donde esperaba con ganas que ese almuerzo toque milanesas con papas fritas. Hasta ahí son imágenes vagas todas mezcladas.


En quinto grado nos pasaron al edificio de los chicos grandes, justo en frente del resto de la primaria y del jardín. Este lugar tenía un patio enorme descubierto en la planta baja y otro techado algunos pisos más arriba. De ese año retuve varias cosas porque, entre otras, la más dolorosa fue que se murió la primer persona cercana de mi familia, mi querido abuelo Mario León, a quien pude conocer menos de lo que me hubiera gustado pero de quien conservo una imagen de amor muy fuerte impregnada en mi memoria, mi bello seide Mario. Ese año también empecé a relacionarme distinto, venía de hacer pijamas party en casas de un grupito de amigas y de imitar con ellas los bailes de Jugate Conmigo al ritmo de sus canciones, ese programa para chicos tan exitoso de Cris Morena. De quinto grado también recuerdo las peleas por celos y egos inflados entre mujeres que me angustiaban y no me sentía muy a gusto. No culpo a nadie, los chicos son así y sin dudas yo también tenía lo mío.


Lo que también sé, porque la emoción al recordarlo sigue intacta, es que con los varones la pasaba bomba, jugábamos al básquet o al handball durante el recreo en ese patio grande de la planta baja, a veces almorzábamos en algún barcito de la cuadra o en el quiosco de en frente que vendía hamburguesas y sorteaba una bolsa de golosinas cada tanto. No se bien de qué hablábamos pero sí que las conversaciones con ellos eran distintas, no habían críticas o juicios y yo me sentía muy a gusto. Y supongo que, incluso con los doce años que tenía y a pesar de mi comodidad con los chicos, me di cuenta que necesitaba tener amigas mujeres y ahí fue que le pedí a mis papás que me cambien de colegio.

Si tuviera que precisar un punto en el tiempo en el que empecé a empatizar con los hombres fue aquél porque, desde entonces, nunca perdí la sensación. La secundaria fue distinta, tuve un grupo único de cinco amigas mujeres con las que me divertí como loca y también fue la etapa en la cual aparecieron los primeros amores, esos que pegan fuerte y que a muchas de nosotras nos costaron varios días de lágrimas, pero lo que no cambió es que me seguí sintiendo más a gusto entre grupos de hombres que de mujeres, me encontraba menos juzgada igual que cuando era chica y desde aquella época adoré de ellos su mirada sencilla de la vida, más simple que la que percibo del universo femenino, y la facilidad para pasarla bien sin mayores inconvenientes. Seguro que hay excepciones pero esta fue mi experiencia.


Ya de grande, mirando los hombres de mi familia, reparé en que tuve la dicha de haber sido criada en un hogar con un padre altamente sensible, que en momentos de mucha angustia y dolor supo escucharme, estar presente y brindarme todo su apoyo. Mirando hacia atrás en ese linaje masculino de mi familia, mi abuelo Mario también era adorable y, aunque no lo conocí, lo mismo cuenta mi madre de su padre. Y luego mis novios, que aunque no fueron tantos, sin excepción fueron todos hombres sensibles con quienes pude compartir experiencias profundas sin importar la edad y también tuve la oportunidad de escuchar sus dolores con una sinceridad y una entrega total de parte de ellos.


Creo que todas estas experiencias moldearon mi propia mirada sobre el universo masculino y me llevaron a intentar comprender un poco más. Adhiero al movimiento inmenso que se viene gestando para apoyar y devolverle el poder a las mujeres, soy consciente de las diferencias que existen, apoyo la igualdad. Aprecio la justicia, la equidad, los derechos de todos por igual, sin excepciones. Y en este contexto donde hay tanto pasando en este aspecto, no pude evitar ponerme en el lugar de ellos también, sin pararme desde ninguna etiqueta ni movimiento en particular sino como ser humano que soy. Pensé cuánto que les ocurre a ellos también, cuánto les pasa y les pesa, y cuánto que no dicen muchas veces porque no saben cómo. Porque ellos también tuvieron presiones sociales, mandatos, porque también los educaron para no llorar o para ocultar lo que sienten porque sino son débiles.

No quiero que se malinterprete lo que intento decir aunque correré el riesgo. Creo que como seres humanos -hombres y mujeres- también nos falta conversar sobre este asunto, empezar a educar de otro modo en cuanto a los sentimientos de los hombres, ayudarlos a que puedan expresarse más, a que puedan llorar sin miedo al juicio, a que se permitan decir lo que sienten, a eliminar la presión por tener que cumplir con una forma de ser en sociedad. Pienso que hoy esto sigue siendo una carga enorme para los hombres y que además repercute directamente en el sexo femenino, en todos nuestros derechos y en el tipo de relaciones que se forjan entre nosotros.


En el capítulo 3 de la tercer temporada de la serie "Please like me", en la escena final podemos ver esto fuertemente. Son cuatro hombres: Alan, un padre con su hijo Josh, el novio de este -Arnold- y también Thomas, su mejor amigo. Están sentados en el techo de una casa comiendo la torta que quedó del cumpleaños de Arnold y están un poco abatidos porque a cada uno le pasó algo malo en el día. El más afectado es Alan, que se acaba de enterar que su mujer recientemente le fue infiel estando embarazada e intentan consolarlo. Y es Arnold quien dice "¿Sabían que hasta los 9 o 10 años los niños lloran tanto como las niñas? Y la sociedad luego les enseña a no llorar. Nos enseñan a no llorar. No es necesario ser resistente, podemos rompernos". Y con estas palabras, de algún modo pareciera que los habilita a sentir, ahí en ese momento donde sólo hay cuatro hombres.


Me pregunto si el primer paso no sería cuestionar nuestra forma de ver a los hombres y, tal como dice Arnold, decirles que está bien si se rompen. Habilitarnos entre todos y sin importar el género, a sentir.


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