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  • Foto del escritorFiorella Levin

Sobre el disfrute y algo más

Ya de chica me encantaba tener mis momentos sola. Con mi familia pasamos veranos completos instalados en alguna casa alquilada del club de Pilar, y cuando caía la tarde, me subía a mi bici y me iba a pedalear con fuerza. Me acuerdo del sol casi ausente, el aire cálido de las 7pm acariciando mi cara, éramos mi libertad y yo subidas juntas a esa bicicleta. Cuánto lo disfruté. El día transcurría junto a mi hermana y muchos otros chicos en la colonia del club, después de la actividad de turno, venía la ronda mientras la profesora pasaba con una caja repartiendo alfajores y una chocolatada para cada uno. Cuando evoco el disfrute de chica, se me vienen imágenes como bandadas, las noches de verano con mis amigas que empezaban con una cena temprano, deseando que se extiendan eternamente aunque finalizaban abruptamente con el toque de queda de las 12 o 1am impuesto por mi padres.


Cambio de escenario, estoy en el departamento donde viví la mayor parte de mi niñez, en la calle Obligado, mamá me despierta rascando mi espalda con alguna canción inventada por ella, cuya letra repite en loop algo así como "buen día, a levantarse". Y yo, que amo madrugar desde que tengo memoria, salgo de la cama eyectada como un resorte y en cinco minutos ya estoy despierta. En la cocina mamá me prepara un café con leche que en esa taza de vidrio huele especial. Huele a café-con-leche-de-la-taza-de-vidrio-del-departamento-de-Obligado. Qué olor feliz. En esa misma cocina, mi Velita, mi abuela materna, llega temprano algún 29 de cualquier mes para cocinar sus inigualables ñoquis de papa y yo adoro pararme a su lado y ver cómo hacer rodar por el tenedor cada chorizito de masa para darle forma a su pasta, mientras que mi hermana pasa cada tanto por al lado y se roba de la mesa alguno crudo, ella tiene debilidad por la masa cruda que hace mi abuela y mi Velita le chista cada vez que comete el hurto. Veli hermosa, qué ternura era verte cocinar.


Esa casa vio pasar un ejército de canarios, entonces no teníamos la conciencia de que tener un pajarito enjaulado era maltrato animal, porque mi familia siempre fue muy bichera, en especial mamá y yo. Siempre había dos, uno en cada jaula y para dormir mamá las cubría con una manta no sólo para que tengan oscuridad sino porque apenas se levantaba y les descubría la tela, empezaban a cantar sin parar hasta la noche. Me acuerdo de los pipis y sonrío con toda mi cara, su canto alegre fue la música funcional constante de mi casa.

Recuerdo los campamentos del colegio, los pijama party en casa de todas, los simpáticos coballos gordos que devoraban todo a su paso, nuestro primer perro y también el primer gato que trajo mi hermana de alguna calle de Pilar. Los viajes al sur en invierno y a Gesell o Pinamar en verano, casi siempre con algún otro matrimonio de amigos de mis padres que tenían hijas de nuestras edades. Vuelve el secundario, mi grupo de seis amigas inseparables y viene una seguidilla de imágenes de mi cara en distintos momentos en que me reí a carcajadas. El equipo de volley, los inter colegiales, mamá tocando el piano en Obligado, papá bailando en una cena show de año nuevo. Jugar con mi hermana algún juego en el que yo era siempre la que debía obedecer a sus órdenes o la que perdía sin excepción.


DISFRUTE:

Cuánto te disfruté. Todas ocasiones colmadas de alegría, de risas, de sorpresa ante la vida. Gracias vida por tantos recuerdos de disfrute.


De aquellos momentos, especialmente de chica, también tengo impregnada la tristeza por la interrupción de esa mágica sensación, me dolía aceptar que todos esos instantes épicos también tenían una fecha de vencimiento, era el desconsuelo por dejar ir lo bueno con un horrible sentimiento de despedida, por las cosas que se cortan, sentía un vacío hondo pero que afortunadamente pasaba pronto.


En alguna estación crecí y cuando entré a la vida adulta, caí en la cuenta de que dejé de disfrutar. Al principio quizás fueron pequeñas cosas, como una salida con amigos, pero luego vinieron otras de mayor importancia como un trabajo o la carrera que estudiaba. Y así, sin más, me encontré con que me costaba disfrutar de las cosas en general. No estaba en una crisis ni fue una etapa, sino que de modo habitual me resultó difícil encontrar ese goce de antaño.


Dicen que los chicos disfrutan tanto porque no tienen responsabilidades o mayores preocupaciones. Puede que sea cierto aunque en parte, porque lo que yo comprendí es que mi inexistente disfrute tenía mas que ver con una falta de aceptación del presente, de una resistencia al momento. Yo quería resultados -un trabajo que me apasione, una carrera que me motive- lo que me mantenía en muchas ocasiones pensando en el futuro, en lugar de conectar con lo que tenía en mis narices.


Cuando releo algunos escritos de ese período difuso, lo que surge de la escritura es la idea de que los momentos "fluían" solos. Los planes surgían con naturalidad y yo me subía a ellos como barrenando una ola, porque vivía el instante sin expectativas.


Tuve también períodos de soberano aburrimiento. Me aburría de salir, de hacer las mismas cosas, de mi ropa, de escuchar la misma música y hasta me aburría de mi misma. Más adelante en el tiempo, entendí que el aburrimiento es otra forma de desconexión, de ansiedad, de querer estar en otro lado al no aceptar lo que me tocaba vivir en ese presente, incluso estando de viaje en lugares repletos de estímulos y actividades interesantes para hacer. Y bastante más adelante, me cansé de mis propias quejas por aburrirme tanto y pensé que no quería vivir así, perdiendo tanto presente y rechazando mi propia capacidad de goce.

No fue un proceso lineal ni un momento único en mi vida, pero sé que busqué, sabiendo que tenía que cortar con la ansiedad del futuro y devolverme al presente, aceptar lo que me tocaba vivir y descubriendo o potenciando aquellas cosas que me daban placer.


Estoy convencida de que los aprendizajes más grandes vienen por contraste, es decir, aprendemos a valorar más los momentos de alegría después de haber pasado grandes dolores. Y gracias a la pérdida de tantos momentos de disfrute, aprendí a deleitarme con pequeñas cosas como leer o escribir o a escuchar con total atención a alguna amiga, casi como si se tratara de nuestra última charla.


Volver al presente es para mi un ejercicio constante. Respirar. Conectar con lo que nos trae la vida a cada momento, que es, en última instancia, quien sabe qué traer.




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