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  • Foto del escritorFiorella Levin

Reflexión sobre la guerra y la paz

Actualizado: 24 feb 2020

Empieza como una semilla muy pequeña que lentamente germina y crece, silenciosa pero sumamente determinada. Encuentra rincones en recovecos por los que se cuela y así, sin prisa y sin pausa, hecha raíces. Lo que nace es una pequeña batalla, una pelea donde el enojo y la tristeza llevan la capa de emperadores y una espada brillante que están deseosos de sacar a relucir. La lucha es ajena al tiempo, vive suspendida allí en el éter, cómoda con su circunstancia, echada panza arriba con los brazos cruzados detrás de su cabeza, la lucha es paciente y espera porque se cree vencedora.


La batalla transcurre en silencio o a viva voz, pero crece por dentro y cala hondo, atentando contra los muros que parecían de piedra como un fuerte antiguo pero que resultaron endebles como una rama al viento. Penetra de a capas y se va extendiendo, ampliando su conquista. Y comienza el vacío, la astenia, el desasosiego, el mundo sombrío. Si hay esperanza, un movimiento acertado puede sucumbir con toda la batalla, mirarla desde lejos hasta verla disminuida como una astilla ínfima sin sentido.


Pero cuando la fe se pierde después de un tiempo, la contienda se asienta y crece. Las raíces se engrosan, llegan hordas de combatientes que marchan haciendo estruendo con sus pasos al unísono y se disponen en círculo alrededor del blanco, apuntándolo con sus armas, a pesar de que está rendido y agita fuerte y de modo visible su bandera blanca, no consigue tregua y, en un instante que parece eterno, es completamente despedazado, linchado estando atado.


Esta es la guerra.


Ya no queda nada, sólo hay silencio, una bruma blanca y espesa que anuncia la victoria de alguien, hay un hedor a sangre y furia suspendido en el aire. Los combatientes emprendieron su retirada y allí quedaron sólo partes del objetivo, repartidas por todo el campo de batalla.


Sobreviene el día, la noche, luego otro día y otra noche. Hay sol, lluvia, frío y calor, y allí sigue, tendido por doquier el guerrero, extenuado aunque consciente. El tiempo es su mejor aliado y guía, en su quietud lo lleva por caminos impensados donde, poco a poco y sin darse cuenta, comienza a reconstruirse; vuelven las partes que ahora mutaron, adaptándose a un nuevo clima y contexto, observando su propia fuerza.


Del campo brotan flores silvestres, a lo lejos se ve un río y con los días arriban animales y hasta pájaros de todos los colores. Y a medida que se incorpora, se pone de pie y se da cuenta del paisaje, cada vez consigue ver más y más. Está solo pero acompañado por toda la belleza que lo rodea, no necesita hablar, tiene todo lo que necesita porque ahora sabe, ahora se da cuenta de su grandeza.


Y esta, esta es la paz.


Así, calcadas, fueron tantas de mis guerras y también los momentos de encontrar la paz luego de aquella. Comprendo que aunque el dolor a veces resulta insoportable, también es la única manera que la vida encuentra para mostrarnos algo que no vimos, que no sabemos o sencillamente que tenemos que atravesar para aprender.


Y es cuando llega esa paz que también recuerdo que la vida, a pesar de todo, es buena y no ese monstruo que tantas veces me imaginé, que me hizo cosas para molestarme, para divertirse, como si yo fuera su bufón y ella la reina. No, la vida sólo busca moldearnos, convertirnos en mejores personas y creo que eso sucede cuando después de los pesares logramos ablandarnos.


Porque, en última instancia, aunque el destino se nos escurra de las manos como granitos de arena, lo que siempre estará a nuestro alcance es la disposición con la que enfrentemos los sucesos. Endurecernos o cerrarnos creyendo que va a mitigar el daño sólo trae más desconsuelo y estropea a quienes nos rodean... porque ellos también lo sienten.


Tal como dijo Mahatma Gandhi "no hay camino para la paz, la paz es el camino" y para vivirla, confío que el sentido es hacia adentro, hacia ese primer lugar donde se libran todas las batallas, que es el mismo lugar donde también las ganamos.



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