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  • Foto del escritorFiorella Levin

Mundial de escritura - Día 7

Leí temprano el ejercicio de hoy y no sé si fue que estamos exactamente a la mitad o qué pero el hecho es que no me despertó ningún tipo de emoción y tampoco me costó mucho escribirlo. La propuesta vino de la mano de uno de los participantes de un taller literario, donde se originó el mundial de la escritura.


La consigna decía que había que escribir sobre algo que si se hubiera dado, hubiera cambiado sus vidas pero por algo fortuito, algo casual o detalle absurdo, no se dio, por ejemplo un sorteo de Quini 6 que nunca se jugó, una carrera de un futbolista que se frustró por una pavada, una cita con un famoso pero alguien se quedó encerrado en el baño y no pudo concurrir. "El loser garpa" es la idea, que no siempre hay que salirse con la suya.


La primer guitarra que tuvo se la obsequió su abuelo cuando tenía diez años. Por entonces comenzaba a descubrir el mundo de la música y a inclinarse por algunas bandas de rock. Tocaba asiduamente hasta que llegó el momento de elegir una carrera y, aunque se planteó ser músico profesional, el mandato familiar tuvo mayor peso. Aun así, nunca dejó de tocar. De adolescente, formó parte de una banda medio punk con un grupo de amigos del barrio y, sumado a las clases que tomaba religiosamente una vez por semana, a sus 25 años ya había adquirido un excelente dominio del instrumento.


Soñaba con tocar en una banda de verdad y volvía a dudar si la carrera como Contador había sido una buena decisión. Pensaba que quizás era un error porque la música superaba cualquier cosa; una ruptura amorosa, una tarde aburrida, una excusa para estar con amigos, entre muchos otros momentos en que se copaba con la guitarra.


Se llamaba Diego Jiménez y cada vez que alguien le preguntaba su apellido, en seguida aclaraba que era Jiménez “con jota y zeta al final”. Nos conocimos porque compartíamos el mismo profesor de guitarra y cuando él salía, entraba yo. Hablando de música nos entendimos rápido y no tardamos mucho en ir a tomar una birra juntos y compartir algunos recitales, además de encontrarnos, claro, a zapar.


El día que me llamó para contarme esa noticia estaba extasiado: -“Remy, ¿te enteraste que Lápidus está buscando guitarrista? me voy a presentar”- me dijo. Yo me puse doblemente contento por él, no solo era su banda preferida sino que además tenía la posibilidad de presentarse a reemplazar al guitarrista que había decidido dedicarse de lleno a la otra banda donde tocaba. Aquella era algo más conocida que Lápidus, que en ese entonces recién empezaba a pisar fuerte en la movida rockera.


La historia es que Dieguito mandó su demo, tal como pedía el anuncio en la Rolling Stone, y en algo más de quince días, la secretaria de la empresa que gestionaba el casting le dijo que lo habían seleccionado para probarlo en vivo, en una prueba que se llevaría a cabo dentro de unos días. El loco estaba feliz, se lo había contado a todo el mundo y no salía de su asombro: – “Remy! Boludo! me eligieron, no lo puedo creer! ¿vos entendés que es Lápidus? LA-PI-DUS!”- y yo me reía viéndolo porque tenía ataques de felicidad repentinos cada vez que se acordaba que en menos de una semana tenía un casting con su banda predilecta.


Quedamos que lo acompañaría para hacerle el aguante pero, además, porque para mí también era un acontecimiento único; entrar en un estudio en serio y no en las salas de mala muerte que alquilábamos nosotros para tocar, rodearnos de músicos por una tarde, eso no pasa todos los días. Así que cuando llegó ese jueves, fuimos los dos. El estudio rebalsaba de gente, había periodistas de diferentes radios haciendo la cobertura del casting en vivo y otros de medios gráficos que llevaban una credencial con la palabra “prensa” colgando de su cuello, junto al logo del medio que representaban.


Entramos en el horario estipulado, nos acreditamos y después nos hicieron pasar a un living donde habían otras diez personas esperando, luego él seguiría por el pasillo que teníamos en frente, el cual desembocaba en la sala de grabación donde estaba la banda. Una chica joven iba y venía con una planilla y hacía pasar a los guitarristas de a uno para que se prueben delante de los integrantes de Lápidus. Pasaron quince minutos y finalmente lo llamaron: “Diego Jiménez”.


En simultáneo, Diego se paró junto a otro chico que estaba sentado cerca y ambos se dirigieron a la secretaria. Los tres se miraron en un gesto de sorpresa, era evidente que había un error. Pero no, eran dos Diegos Jiménez, solo que el otro se escribía con “G”… y que aquél era el que, en efecto, había sido seleccionado. Luego nos enteramos, porque Diego pidió mil explicaciones, que en el medio del casting una de las secretarias que se había encargado del proceso de selección hasta la mitad, había confundido los perfiles de ambos y dejó a los dos candidatos como seleccionados.


Le pidieron disculpas un millón de veces pero no hubo forma de quitarle la depresión que le duró un mes. Por suerte, el ganador tampoco resultó aquél Giménez.


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