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  • Foto del escritorFiorella Levin

Mundial de escritura - Día 11

Otra pauta distinta que vino de la mano de Katya Adaui (Perú, 1977). Es escritora, guionista y fotógrafa. Publicó los libros de cuentos Algo se nos ha escapado (2013), Aquí hay icebergs (2017) y la novela Nunca sabré lo que entiendo (2014). Cursó la maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Tres de Febrero. Sus cuentos y crónicas han sido publicados en Etiqueta Negra, Anfibia Papel, Revista Ñ, Le Mond Diplomatique, La agenda Buenos Aires y Somos, entre otros.


La indicación de la escritora fue la siguiente:

"Busquen en su memoria un ritual. Puede ser recién adquirido o muy antiguo, algo muy personal o familiar y luego pónganlo en crisis. El conflicto sería ¿Qué pasa si este ritual fracasa, se interrumpe, se quiebra? Que orden se alteraría, la infancia, la adultez, la flia y luego el ejercicio es narrar en primera persona desde este lugar de intimidad el ritual y su fractura y ser muy descriptivos, muy acuciosas en esa mirada, quizás es una mirada adulta, o desde la propia niñez pero el conflicto es que estalle todo".


Tuve que escuchar el video varias veces porque la consigna me resulto por demás desafiante, diría que hasta el momento la que más me desafió, en primer lugar porque no vinieron a mi mente rituales de ningún tipo, al menos no desde mi historia personal. Pero recordé aquellas cenas que repetimos durante muchos años, en casa de mis abuelos. Y este fue el ritual que rescaté:


Era un clásico que se repetía históricamente, año tras año, en las tres celebraciones que tenían lugar en su casa, la de la bobe Mañe y el seide Mario, los papás del mío. Esos momentos para mi significaba que iba a ver a todos mis primos a quienes no frecuentaba en otras oportunidades. En mi núcleo familiar no se hablaba de religión, no por tabú sino por puro desinterés; madre de familia cristiana, padre de familia judía y lo que profesaban como ley era su ferviente devoción por la libertad. Así era en casa.


La primer fecha llegaba con Pesaj, para fines de marzo o principios de abril. Recuerdo el ruido que hacía el timbre cuando lo presionábamos desde la calle y también cómo sonaba cuando éramos nosotros cuatro que llegábamos antes y retumbaba dentro del departamento. En ese momento, alguien gritaba “yo voooy” y levantaba el auricular permitiendo el ingreso de quien tocaba. Cuando se abría la puerta de entrada al departamento, ocurría un intercambio al unísono de lo que para mi eran palabras extrañas como Shaná tová o A guit yur; el saludo para la ocasión.


Mis recuerdos de mi seide están borrosos porque murió cuando yo tenía 9 años y mi memoria solo lo captó ya enfermo, luego de su primer infarto que le dejó una amnesia como secuela, la que provocaba mi sorpresa infantil porque en cada encuentro me decía una y otra vez “Fífi vos no me saludaste” después de que le diera el beso número mil. Ahora que lo pienso, no sé hasta qué punto aquello era producto de sus olvidos porque lo otro que sí recuerdo con vehemencia es que era un abuelo amoroso, familiero y bueno; mi seide era una persona muy querida por todos y aunque casi ni lo conocí, llevo impregnado su inmenso cariño dentro mío.


Cuando ya habían llegado todos y estaba la familia completa nos ubicábamos en dos mesas, una para los “grandes” y otra, la mesita ratona que ocupábamos los primos sentados en los sillones o directamente en el piso. También me acuerdo que a medida que mis primos crecían, era todo un acontecimiento cuando pasaban a la mesa de los adultos mientras nosotros, los más chicos, todavía seguíamos en la chiquita.


En las mesas siempre había matzá, ese pan-galleta típico de las celebraciones judías que todos embadurnábamos con jrein, una pasta hecha a base de rábano a la cual le tomé el gusto de más grande al ser un poco picante. Cuando ya nos disponíamos a comer, mi bobe, mi tía y quien estuviera cerca de la cocina, se encargaban de llevar las entradas y una vez todos sentados, era mi bobe o alguno de mis tíos quien leía en voz alta algún recorte del diario sobre la celebración de turno, que explicaba qué se conmemoraba ese día. Al finalizar la lectura, brindábamos con otro saludo (¿era mazel tov? ¿Tal vez lejaim?) y así arrancaba el empacho.


Mis recuerdos de las comidas en esas festividades son más o menos los mismos, pero en todo momento, era mi bobe Mañe quien se encargaba de cocinar para el festín. Alguna sopa con bolitas, gefilte fish -esa mezcla de pescados que venía en forma de una bolita coronada por una rodaja de zanahoria o de rebanada como si fuera un pan-. También había pollo con farfalej y, en mi caso, al menú le sumaban ensalada, porque empecé a ser vegetariana de muy chica. Los sabores eran sinónimo de celebración en familia, de unión, de mi bobe y de mi seide.


Pero todo cambió cuando mi abuelo Mario partió y empezó lo que para mí fue un derrotero familiar. Aquella pérdida fue muy importante, era la primera muerte de un ser querido y tengo muy presente la tristeza del almuerzo cuando volvimos de la (ahora) casa de mi bobe. Y aunque las cenas continuaron para Rosh hashaná y Yom kipur, al igual que la de Pesaj, nada fue igual. A l tiempo, mi bobe empezó a mostrar signos de incongruencias como cuando cocinaba con kilos de sal y todos nos mirábamos de reojo, con la certeza de que algo estaba mal. Luego, empezó a cocinar cada vez menos, se tambaleaba al caminar y su salud empeoró por completo cuando finalmente le diagnosticaron Alzhéimer. En ese momento y ya bastante desmejorada, la nueva sede de esas fiestas se trasladó a la casa de mis tíos.


Los primos ya éramos todos adultos y cada uno tenía su vida. Algunos, como yo, en la juventud de los veinte y los más grandes promediando sus treinta. Eso, junto a la llegada de los primeros bebés, también hizo que cada vez fuéramos menos los presentes hasta que algunos años después, también murió la bobe y, en alguna oportunidad que ya no recuerdo, dejamos de reunirnos.


Contrariamente a lo que pensé muchos años atrás, nunca se trató de religión. Esos festejos eran el motivo para pasar un momento en familia; papá con sus hermanos, nosotras con los primos, los tíos y los abuelos. Y el único pegamento que nos unía como tal, quedó en evidencia que siempre habían sido ellos, la bobe Mañe y el seide Mario y que, con su partida, se rompió la histórica tradición.


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