El día que recibí la mesa que encargué para mi cocina, le regalé a un cartonero la que había antes junto con dos sillas que hacían juego. Al día siguiente, recibí un llamado telefónico que terminó siendo un intento de phishing.
Otra: hace unos meses, en plena pandemia, ofrecí llevar en auto los reciclables que juntamos varios vecinos del edificio a la cooperativa más cercana que, sin poder recolectar, quedaron con muy poco trabajo. Esa tarde, intentando estacionar en la puerta de la cooperativa, un colectivo imprudente e indiferente en partes iguales, me rayó todo el costado y frente del auto y cuatro meses más tarde, cuando abren los talleres mecánicos, me desayuno que lo que parecía un arreglo de pintura de unos pocos ceros me cuesta la jodita de cuatro y el asegurador me explica, además, que es incobrable (léase, tendré que pagarlo de mi bolsillo, iupi!).
(Bronca, más bronca, enojo, puteadas, prejuicios)
Al rato, converso conmigo:
- "Qué injusto"
- "La vida no es justa"
- "Pero si ayudo cada vez que puedo, ¿por qué me pasan estas cosas?"
- "Saquemos algo en limpio"
La vida no es justa y si lo creemos, pienso que el hecho de hacerlo torna cada evento desafortunado en fuente de sufrimiento. Lo que podemos hacer, después de calmar los enojos y respirar hondo (varias veces), es seguir aprendiendo. Porque la vida sí es eso, aprender hasta el último momento.
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