No recuerdo cuándo empezó o si acaso hubo un momento preciso; sólo tengo flashes aislados de incontables situaciones de mi vida en las que el hecho se repitió como si fuera un disco de música rayado. Creo que la alusión más antigua es del jardín de infantes, tendría cuatro o, a lo sumo, cinco años. Éramos un montón de niños apiñados detrás de lo que, se suponía, era una valija hecha de cartón. Desde mi escasa estatura parecía inmensa y yo sabía que en cualquier momento una maestra destaparía el telón negro y ahí apareceríamos nosotros, escondidos como hormigas atrás del cartón, en ese instante previo decidí salirme de aquella extraña posición, como soldado subversivo que desarma la fila, para buscar a la maestra y preguntarle qué tenía que hacer, porque no comprendía mi rol en el escondite. Y también recuerdo su respuesta simplista cuando me dijo "vos sólo ponete detrás de la valija". Al parecer no quedé conforme con sus instrucciones porque en lugar de acomodarme junto al resto de mis compañeros obedientes, opté por echar a correr por el pasillo y di por concluida mi presencia en el acto escolar.
De igual modo están presentes las palabras de mis padres que, intuyo, en un intento de explicar varios de mis comportamientos durante eventos sociales con gente para mi desconocida, me excusaban con un "es tímida". Es cierto, lo era, aunque no estoy segura de que eso haya sido relevante para el caso en cuestión.
En sexto grado me eligieron para ser escolta en alguna fecha patria y luego en séptimo para cargar la bandera y aunque en ninguno de estos sucesos tuve que hablar, llevaba por dentro una estampida de rinocerontes retumbando en mi interior. Ese año participé de un desfile en la misma escuela, para ayudar a recaudar plata para alguna causa benéfica. También estuve presente en una muestra de música donde el sonido de mi solo de flauta se asemejaba al de un pájaro con Parkinson.
En el colegio secundario me mantuve distraída siendo adolescente pero recuerdo con nitidez el rechazo por cualquier espacio donde tuviera que hablar o subir sola a un escenario. Volví a pasarla muy mal en la universidad, donde los finales eran obligatorios y en su mayoría de orales. Las manos me sudaban, tenía lagunas mentales, hablaba tartamudeando o balbuceaba y sentía todo el cuerpo flojo.
Un día me dí cuenta que la situación se agravaba; cada vez participaba menos en clase, dejé de levantar la mano para hacer preguntas y me sentía incómoda opinando en grupos reducidos de alumnos. Al poco tiempo de recibirme de esa carrera, el director me preguntó si me gustaría ser ayudante de cátedra, porque a pesar del temor a hablar en público, la timidez se había hecho humo y en su lugar me había convertido hace tiempo en una persona muy extrovertida y sociable. La gente que sabía esto no tenía ni la más remota idea de mi miedo (con excepción de aquellos profesores que me evaluaron en algún examen) y si yo lo contaba se sorprendían, tal como lo hizo ese director.
Creo que en ese momento fui consciente de que tenía un problema que resolver. Hasta entonces habían sucedido situaciones puntuales de las que salí victoriosa aunque no inmune pero esa vez, a pesar de no creerme preparada para enseñar nada dentro de un aula, sí sentí que podrían presentarse otras oportunidades como aquella y que no debía dejarlas pasar por mi temor. No quería esquivar más el asunto, tenía que hacerme cargo y la única manera era enfrentándolo.
Por primera vez empecé a exponerme a circunstancias que me incomodaban y fui un paso más lejos cuando me inscribí en un curso donde sabía que iba a tener que hablar delante de muchas personas. Al curso le siguió otra formación de un año completo, con mayor exposición aun, no sólo porque iba a hablar delante de mucha gente sino porque además tenía que hacerlo sobre mi persona, sobre mis sentimientos, cosa que me intimidaba de la misma forma.
Creo que la sumatoria de esos pequeños atrevimientos fue lo que me dio la confianza para seguir adelante, para ir por más. Con la formación concluida y varias exposiciones en el medio, quería terminar de vencer ese miedo inquebrantable que aun se manifestaba con sensaciones físicas de todo tipo. En esa época, yo venía de muchos años emprendiendo en un proyecto propio y ya sentía ganas de hacer algo nuevo, algo que tuviera que ver con esa exposición, con los sentimientos. Quería desenvolverme con naturalidad delante de una audiencia, poder vivir ese instante con menos tensión. Y junté valor para hacer lo que sentí que seguía: me anoté en un curso de oratoria.
Recuerdo el día que fui, la conversación con el dueño del instituto quien me explicó que la dinámica del curso incluía hablar de pie delante de una cámara y también sentada alrededor de una mesa con un micrófono en el centro, en una simulación de radio. Salí de ahí contenta, nerviosa pero convencida de que esa formación me iba a ayudar mucho.
Y lo hizo pero la magia verdadera ocurrió sólo dos días más tarde, cuando recibí un mail del fundador de una comunidad de emprendedores digitales a quien le había "resultado interesante" mi perfil laboral de Linked In. En su nota me invitaba a formar parte del próximo evento para dicha comunidad, como oradora de una conferencia que tendría que preparar y de la cual iban a participar 40 emprendedores, todo eso dentro de un mes. Cuando terminé de leer, supe que no podría tratarse de una casualidad y que debía hacerlo, pero aun así, le pedí unos días para pensarlo y luego de conversar con mi profesor de oratoria, lo llame para confirmar mi presencia.
El día del evento estaba nerviosa, pero sentía mucha confianza porque había preparado mi ponencia de 40 minutos con suma precisión y la memorizaba casi a la perfección. Además, el curso me había enseñado varios trucos por si sucedía alguna de las cosas mas temidas: silencios, lagunas, preguntas incómodas. Apenas me nombraron para pasar al frente, percibí una fuerte cosquilla en el estomago, como una patada, pero salí a escena y me sentí en mi salsa. Luego de los aplausos y una vez que pasó el furor del momento, me dí cuenta que lo había disfrutado y ya estaba lista para más.
El proyecto que armamos un tiempo después junto a quien fue mi socia, implicaba estar al frente de una clase, exponíamos y trabajábamos con grupos. También me ofrecí como voluntaria en una fundación donde di clases, me animé a ser ayudante de cátedra en la misma universidad que me lo había ofrecido varios años antes, y hasta me atreví a hacerle una entrevista a una emprendedora rusa en vivo, en inglés y traduciendo en simultáneo al español, en otra universidad.
Comprobé una vez más que los miedos habitan en nuestra mente y que la mayoría de las veces, nunca se cumplen. También advertí que el temor se puede vencer de a poco, dividiendo el objetivo en pequeños pedacitos mientras nos animamos a cada paso. Leí hace poco que la diferencia entre una persona cobarde y una persona valiente es simplemente una decisión; no es que el valiente no tenga miedo sino que a pesar de sentirlo, decidió atravesarlo en lugar de evadirlo. Y en mi historia es verdad, el miedo a veces aparece, pero no me impide accionar.
También leí en algún lado que el miedo a hablar en público es, a nivel mundial, el que ocupa el primer puesto de los miedos (los humanos tenemos rankings para todo). Una persona me dijo que el miedo a hablar en público nunca se va y yo discrepo, porque soy testigo de que cuando nos animamos a enfrentarlo, el temor muta y las sensaciones físicas -la tensión, el pulso acelerado, el corazón en la boca- también se van suavizando hasta convertirse en otra cosa, en mi caso, en puro entusiasmo.
"Dios colocó las mejores cosas de la vida, al otro lado del miedo"
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