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  • Foto del escritorFiorella Levin

Gente maleducada

Actualizado: 24 feb 2020

Tal como pasó con tantos espacios públicos renovados en la Ciudad de Buenos Aires, hace aproximadamente un año le llegó el turno a la plaza de mi barrio. Originalmente un cuadrado feo, con la única excepción de sus árboles grandes y altos, incluía una calesita para niños y también un canil para los perros. Pero claro, todo eso estaba horrible, no exagero. El pasto alrededor de los árboles parecía una cabeza casi pelada, de esas que aún no se les puede decir pelada porque aun conserva algunos lugares con cabello acumulado como si fueran parches. La calesita era lastimosa, le faltaba pintura y la madera del piso estaba toda cuarteada producto de la sequedad y falta de mantenimiento. Y el canil era un arenero viejo que se inundaba por completo con cada lluvia y que llenaba de pulgas y olor cualquier departamento luego del paseo del amigo fiel.


El día que vi el anuncio de la refacción me puse muy contenta, no sólo porque tendríamos una nueva plaza sino porque me gusta ver a la gente apropiarse de la calle, usarla, ocuparla, tal como se hacía en la época de mis padres, costumbre que con el tiempo y con la inseguridad, lamentablemente se perdió. Como una niña esperando la llegada de Papá Noel, fui una paciente espectadora del proceso de reciclaje de ese espacio público cada vez que caminaba alrededor de la manzana en las salidas con mi perro, disfruté ver cómo evolucionaba y me imaginé la alegría de todos los vecinos cuando estuviera lista.


Como todo lo nuevo, al principio fue genial, el canil se convirtió en una explanada de tierra seca en reemplazo de la arena y se mantuvo (y mantiene) bastante limpio. Agregaron luminaria y hasta paneles solares para cargar la batería de dispositivos electrónicos. Añadieron una plaza blanda para que los niños pudieran tener juegos renovados, además de la calesita que también pintaron y mejoró notablemente. Sumaron riegos, pintaron las rejas, cambiaron el pasto quemado por pasto verde de esos que parecen como salidos de un cuadro, pusieron bebederos y carteles indicativos en todos los accesos. Con el tiempo la plaza se fue llenando de oficinistas almorzando los días de semana, de adolescentes charlando en ronda en el césped y de niños jugando luego del horario del jardín.


Aquellos carteles amarillos, colocados en cada entrada a la plaza, me dieron curiosidad y un día cualquiera me acerqué a leer uno. Como era de suponer, contenía las reglas de convivencia básicas para que los vecinos podamos disfrutar del lugar: arrojar la basura en los tachos, cuidar las flores y el césped, no ingresar animales, plaza con canil, plaza con calesita, no jugar al fútbol sobre el pasto, etc. Luego, en varios paseos con mi perro temprano por la mañana noté que, a pesar de la aclaración expresa de no ingresar a la plaza con animales, algunas personas lo hacían igual. Confieso que este tipo de actitudes me enojan mucho, muchísimo, me molesta la falta de respeto y de cuidado por lo que es nuestro, de todos.


En varias oportunidades y con mi perro a mi lado, me acerqué a los vecinos que encontré en esta actitud y, de muy buen modo les recordé que, de acuerdo al cartel que posiblemente no habían leído, no estaba permitido el ingreso con animales. Todas las veces obtuve como respuesta una excusa como "es sólo para cruzar hacia el otro lado" o "ya nos vamos, es sólo un ratito", y me pareció que se sentían con el derecho a hacer esa excepción, y peor aun, aquellos que señalaban las faltas ajenas como un buen motivo para transgredir, alegando que "los chicos también juegan al fútbol", como si la falta de respeto del otro nos habilitara a cometer las propias. Para ser justa, la realidad es que no era tanta la gente que lo hacía pero también me cansé de buscar hacer justicia por las cosas que me resultan obvias y un día, rendida, dejé de prestar atención a la plaza durante nuestros paseos con Simón.

Al tiempo, comencé a ver que había mucha gente con sus perros dentro de la plaza, caminando o acostados en el pasto o avanzando por las callecitas internas, y mi mente automáticamente comenzó con esa cháchara que también me fastidia, especialmente porque a la única que daña es a mi misma. "Qué gente maleducada", "este país no cambia", "se quejan de que todo es una mugre y cuando está limpio y cuidado van y lo arruinan", "lo hace uno y van todos los maleducados detrás a hacer lo mismo", y muchos etcéteras más. Así me mantuve un buen tiempo cada vez que veía personas con sus perros adentro de esa hermosa plaza.


En algún momento volvieron a arreglar el pasto, pusieron redes naranjas que impedían pisar el césped, y al tiempo de esto la cantidad de gente que ingresaba y se quedaba con sus mascotas ya era cuantiosa, me enojaba además el hecho que mi perro ama el pasto, como la mayoría de los animales, y no me parecía justo que ellos, los maleducados, pudieran hacer uso de ese verde tan lindo para sus mascotas y yo, que me considero educada, no. Esta aclaración es importante, porque es lo que me impulsó a leer el cartel una vez más. "Yo también quiero que mi perro huela el pasto", pensé.


Mi sorpresa fue enorme cuando vi que, en algún momento que desconozco por completo, habían cambiado los carteles. En lugar de indicar que no se permitía el ingreso con animales, esta vez solamente aclaraban que debían ingresar con correa, dando a entender que estaba permitido hacerlo (y de hecho no figuraba el dibujito del perro tachado como en el cartel anterior). Me quedé dura como estatua leyendo y releyendo el letrero por si había algún error pero no, leía bien.


De regreso a casa y luego de haber caminado sobre el pasto con mi perro, sentí alegría por tener esa posibilidad y pensé en todos los prejuicios que tuve durante el tiempo que observé a la masividad de vecinos en supuesta infracción, pensando que nadie leía o que ignoraban los carteles, cuando la que no los había leído fui yo. Está bien, los reemplazaron por otros, pero no di lugar a la posibilidad de que algo hubiera cambiado, dando por hecho que la falta de los otros era evidente.


Me gustó darme cuenta de esto porque me pareció un gran ejemplo sobre los prejuicios, en este caso los míos y también sobre el cambio que a veces sucede tan rápido que la mente no admite opciones. Y, una buena para mi, también me agradó caer en la cuenta de que, al ver que habían modificado el cartel, pude asumirr que esta vez me había equivocado yo.




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