Mi hermana tiene tres hijos varones y hace un tiempo que el del medio, que estrenó seis años en enero, tiene un fuerte crush conmigo. Si voy para la casa de mis papás los fines de semana, centro de reunión de la familia entera, me pide que hagamos pijamada, el único de los tres que quiere dormir en la habitación conmigo. Si vamos a la pileta me grita tía Fiorella te juego una carrera y hace trampa a propósito porque sabe que no lo pienso dejar ganar. También tenemos un chiste entre nosotros, un soborno inventado por mí, cuando me pide jugar un rato más, le contesto que solo si me dice quién es su tía preferida. Yo le hablo como a un adulto porque pienso -y en algún lado lo habré leído- que hablarles a los niños con esa voz aguda y con tono como si fueran tontos que a veces ponemos los adultos (confieso que la uso con mi perro), es un modo sutil aunque involuntario de anularlos. Los chicos la tienen clarísima.
Quedamos que lo iba a llevar a la plaza una hora, hora y media como máximo. Lo veo, viene corriendo a abrazarme, ahhhh esos bracitos blancos adornados con pecas marrones me llenan de ternura y lo envuelvo en un abrazo que a él le encanta, porque también es el que más busca el contacto físico conmigo. Saco de mi cartera una pulserita de hilo rojo, con una bolita que asemeja un ojo negro. Me la vio puesta en la muñeca en algún momento del verano y me preguntó qué era y cuando le expliqué que era para ahuyentar las malas vibraciones, me pidió una y tal como ocurre con todos los hermanos, se convirtieron en tres, una para cada uno. Le cuento que tengo algo para él, y mientras pone sus brazos en jarra me dice en tono canchero "sí, la pulsera roja". Sé que se acuerdan de todo, porque aunque en ocasiones no sepan expresarse con palabras debido a su inmadurez, registran sin filtro y por eso me obligo a estar atenta cada vez que estoy con ellos, a cuidar mucho las palabras que uso porque aunque voy bastante atenta a lo que digo, yo también contesto en automático muchas veces, especialmente cuando los chicos se ponen insistentes con algo y uno está distraído con otra cosa en el mundo de los adultos. Le pongo la pulsera en el pie porque en su muñeca diminuta le queda floja, cuando queda lista le digo "viste, ahora los dos tenemos la misma pulsera", y él sonríe orgulloso.
Caminamos hacia la plaza y una vez allí, observa para todos lados a los chicos que juegan en los juegos mientras sus padres los observan o miran sus celulares sentados en los bancos que hay hacia los costados. Vamos hasta unos troncos que hay repartidos en una especie de caminito, se sube y se apoya en mi hombro mientras pasa de uno a otro. Le recuerdo que bien podría estar haciendo parkour, porque hace un tiempo dijo que quería practicar ese deporte. Cambiamos de tema hace rato y ahora me cuenta, de la nada y como hacen los chicos que mezclan temas y saltan como monos de uno a otro, que ya sabe cuál es su propósito en el mundo. Usa esas palabras exactas y como me asombra lo que escucho, repregunto "¿que ya sabés qué cosa?", le digo. "Mi propósito en el mundo es ser pianista. Y también cantante", agrega. Yo me río y le recuerdo que la abuela fue profesora de piano en algún momento lejano de su vida, él ya lo sabe porque en casa de mis padres todavía hay un piano que mamá toca de vez en cuando, pero ahora solo lo hace para divertir a sus nietos cuando se lo piden.
Sorpresivamente, en la plaza se encuentra con un amigo del jardín al cual iba antes de que lo cambiaran de colegio, la madre del chico lo reconoce y le dice "está Lorenzo jugando allá con amigos, siempre pregunta por vos". Y luego de tres segundos en los que ellos intercambian alguna palabra, ya están todos con una espada de goma eva en la mano, simulando una lucha de piratas. Perdón, voy a hablar con propiedad, "no es una espada, tía Fiorella, es una pala", me corrigió.
Pasa una hora completa en la que no le saco los ojos de encima y en la que agarré el celular solamente para contestar un mensaje que llegó, no solo porque quiero pasar tiempo con él sino porque se mueve tan rápido que si lo pierdo de vista me aterra pensar que no lo encuentro.
Vuela una hora y sugiero ir volviendo, porque aunque estamos cerca de casa me había pedido subir a mi departamento para ver a Simón y así lo hacemos. En casa mira todo extrañado, mis sobrinos no vienen nunca y si él lo hizo en algún momento de su corta vida, no lo recuerda. Reconoce todo el terreno, va hacia el baño, se lava las manos tal como le pido, toma un poco de agua y enfila para mi habitación. "¿Acá dormís vos?", me pregunta cuando ve la cama. Bajamos porque ya pasó un buen rato pero cuando ve el jardín del edificio, va corriendo directo y de casualidad encuentra una pelota que habrá olvidado otro niño. Se pone a jugar e intento sacarle la pelota siguiéndole la corriente y en seguida se va hacia el fondo del jardín e improvisando una canchita me dice "este es mi arco y el tuyo está allá", señalando el otro extremo del jardín donde me encuentro. Jugamos, le quiero sacar la pelota pero realmente no puedo y me golea. Amago dos veces con que debemos irnos y a la tercera me reclama "tía dale, quiero estar más tiempo con vos" y me derrito, así que no puedo contra su argumento y declaro el tiempo suplementario para que me siga goleando, aunque yo también le hago uno y lo festejo como corresponde, a pesar de que no le gusta. También le propongo, en ese mismo momento, volver a vernos pronto y hay acuerdo unánime.
En el camino hacia la casa de mi hermana y mi cuñado, vemos una ambulancia estacionada en una esquina, con la puerta corrediza del centro abierta de par en par, él grita contento que está la puerta abierta mientras quiere asomarse porque "puede haber alguien con Coronavirus". Yo temo porque ese no sea el caso y alejándolo le explico que no está bueno mirar adentro de las ambulancias porque puede haber una persona con otra cosa. "¿Como qué?", quiere saber, y yo pongo una cara deforme mientras le digo "¿mirá si ves alguien así?" pero frente a mi respuesta, en lugar de reírse se queda pensando entonces le aclaro que puede no gustarnos lo que veamos adentro de una ambulancia y le pregunto "a vos ¿qué te daría miedo encontrar?". Lo piensa un momento y con un tono muy serio me dice "zombis que nos quieran perseguir", y la carcajada esta vez es mía.
Disfruto el no-tiempo que existe en el mundo de los niños, me gusta estar con ellos porque siempre aprendo cosas nuevas. Jugar con los chicos es fácil, porque prácticamente prescindimos del lenguaje y si en lugar de imponer nuestras reglas adultas dejamos que ellos manden, entregándonos a su propuesta de juego, vuelve esa misma sensación de que no hay tiempo, solo un fluir muy agradable, por más breve que sea.
En el año 1871, Lewis Carroll, el autor de obras como Alicia en el país de las maravillas, incluyó en su obra Alicia a través del espejo, un poema sin sentido de su autoría llamado Jabberwocky. Lo escribió inventando palabras como galumphing, que es una "Probable mezcla de gallop y triumphant (galope y triunfante)". En el libro Freeplay, el autor Stephen Nachmanovitch explica que "los antropólogos han descubierto que "galumphing" es uno de los talentos principales que caracterizan las formas de vida superiores. Galumphing es la energía de juego inmaculadamente estrepitosa y aparentemente inagotable de los cachorros, gatitos, niños, mandriles de muy poca edad... y también de las comunidades y las civilizaciones. Galumphing es la elaboración y ornamentación aparentemente inútil de la actividad (...) Galumphing es dar saltitos en lugar de caminar, tomar el camino más pintoresco en lugar del más corto, jugar a un juego cuyas reglas exigen una limitación de nuestro poder, interesarnos en los medios más que en los fines. En los animales más evolucionados y en las personas tiene supremo valor evolutivo". Al igual que la palabra galumphing, jugar no tiene un sentido en sí mismo, pero el mismo acto de jugar nos renueva y energiza.
En medio de nuestra caminata, me pidió sacar una foto. Y cuando apunté con la cámara del celular, pasó esto.
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