Fiorella Levin
El padre

Anita, mi abuela materna longeva y abeja reina
Había agregado a mi lista de reproducción de Stremio la película El padre sin haber visto el adelanto pero con la actuación de Anthony Hopkins no podía fallar y ciertamente no lo hizo. Creí desde mi ignorancia que la trama giraba en torno a la relación de un padre y su hija y algún que otro drama de los que siempre nos ofrecen pero para mi sorpresa me encontré viendo una película que me puso de frente uno de mis miedos más antiguos: mi propia locura. Como la película es muy nueva, no contaré mucho al respecto para no spoilear el disfrute a quien no la haya visto, solo diré que muestra la vida de una persona que lentamente pierde la cordura -nunca sabemos exactamente cuál es su diagnóstico pero bien podría ser Alzheimer u otro modo de demencia- y su capacidad para distinguir la realidad de lo que no lo es. Acá el trailer:
Mientras la película transcurría, recordé a mis dos abuelas por distintos motivos. A mi abuela paterna porque fue diagnosticada con Alzheimer siendo ya bastante grande y muchas de las escenas del film coinciden con varias situaciones que vivimos en mi familia: abuela cuenta algo acerca de alguien, alguien lo desmiente. Abuela pierde cosas que asegura que alguien se las robó, las cosas aparecen al poco tiempo. Abuela comienza a sazonar sus históricas comidas deliciosas, y los platos parecen sacados de un experimento hecho por niños. Lo vi con mis propios ojos y para el círculo más íntimo que rodea al enfermo, la degradación de la persona en el tiempo es terrible de ver y de asimilar.
Decía que también me conectó con mi otra abuela, la materna, que lejos de estar enferma o senil, murió lúcida a sus ciento tres años aunque con varias dolencias físicas como consecuencia de su vejez. Asocié la película con ella también porque mi madre se ocupó de cuidarla cuando ya no pudo valerse por sí misma y hasta que finalmente decidieron, junto a mi tío, que pase sus últimos días en un hogar para ancianos, donde podían darle todos los cuidados que ni hasta una enfermera pudo darle viviendo en su casa.
Sucede que en ambos casos, tanto el de mi abuela paterna como materna, lo difícil no era tratar la enfermedad sino con ellas, especialmente porque no eran personas dóciles, por el contrario, en el linaje de mi familia y hacia ambos lados, siempre hubo mujeres fuertes, coincidentes con la antigua expresión mujeres de armas tomar, de carácter fuerte, y que hoy tal vez llamaríamos empoderadas. Convencer de algo a cualquiera de las dos era una quimera difícil de concebir. Al igual que el personaje de Anthony Hopkins en la película, una vez que estaban convencidas de algo, era imposible hacerles ver otra cosa diferente, requería de un trabajo de ablandamiento sostenido en el tiempo, con amor, con mucha conversación y a veces ni así se lograba.
La película me trajo de regreso mis propios temores, alguna vez llegué a plantear en mi terapia ese gran miedo que era volverme loca, el cual se originaba en mi mente agotadora, una verdadera monkey mind, un mono saltarín que tiene cuerda las 24hs, donde no solo el pensamiento es una constante sino que se va enredando en sí mismo. En aquellas épocas en que tenía nulo dominio -o gestión- de mis propios pensamientos, recuerdo que pedía por favor que alguien me apagara el cerebro porque rumiar todo el día sobre un asunto, sin descanso, o enredarme en la maraña de mis propios pensamientos, era extenuante. Entonces temía volverme loca y si bien aprendí a calmar esa mente inquieta, tengo todavía algunos momentos donde me encuentro pensando y rumiando algún asunto sin parar y tal vez pasa un buen tiempo hasta que logro desactivarlo y aunque no llego al extremo de desear que me apaguen la mente, el miedo a veces me visita. Y además tuve una experiencia que me marcó sobremanera en este sentido.
Algunos años atrás, luego de cerrar una etapa laboral, me dispuse a buscar qué hacer para seguir emprendiendo. Pensé que lo encontraría fácilmente pero aquella búsqueda tardó más de un año en materializarse y antes de dar con lo que terminé haciendo (escribir mi primer libro), había probado muchos caminos por donde seguir y ninguno parecía funcionar. Me sentía frustrada, sin energía, desganada y no encontraba sentido en nada de lo que estaba haciendo. Entonces, luego de intentar múltiples recursos y herramientas -desde terapia, decodificación biológica, cursos, etc- probé lo que para mí constituía el manotazo de ahogado nivel ninja: decidí tomar ayahuasca, un ritual ancestral practicado en la zona del Amazonas (actualmente extendido en todo el mundo) que consiste en beber una preparación hecha a base de dos plantas, que los chamanes llaman “la medicina” y cuyo efecto lleva a que la mente viaje, según el chamán que guía la experiencia, a donde tiene que ir para mostrarnos lo que necesitamos ver.
La aventura fue larga y durante algo así como cuatro horas, pacífica, hasta la última media hora en la que, supongo, hizo pico en mi cuerpo y me trajo de vuelta aquél miedo, pero esta vez no de un modo mental sino desde la experiencia directa, viva, cruda y de lo más real que jamás pensé que podía existir. Para resumir la historia, que en realidad fue muy larga, la planta terminó por mostrarme aquel miedo que en su contracara revelaba otro de mis grandes talones de Aquiles, el deseo de control. Entregándome luego de mi enorme resistencia a esa vívida experiencia, sentí por primera vez con todo mi cuerpo la verdad absoluta acerca del control: que no controlamos absolutamente nada.
La película, mis abuelas, la ayahuasca me trajeron de vuelta esta temática, ese deseo de controlar la vida que tenemos todos, en mayor o menor medida. Una cosa es querer controlar la realidad, el curso de los acontecimientos, pero otra muy brava es perder el control de la propia cabeza porque ahí es cuando uno comienza a preguntarse, tal como le sucedió al personaje de la película y a mí a partir de la experiencia de la ayahuasca, qué es real y qué no. El instinto nos lleva a aferrarnos a los rituales, ese cable a tierra hacia lo conocido, lo familiar, lo que nunca falla y lo que nos ancla con el mundo, con la realidad. Pero cuando la línea entre lo real y lo irreal se desdibuja, ni el ritual nos salva y por eso el desamparo es enorme.
Tal como experimenté en aquel estado alterado de mi consciencia, la sensación de no poder dilucidar qué es real y qué no, es desesperante. Recuerdo que la persona que estuvo a mi lado durante todo ese tiempo me instaba a que me entregue a la vivencia y solo me daba una indicación: volvé a tu respiración. Esto actuó como el mejor antídoto para ese momento en el que sentí, literalmente, que me había vuelto completamente loca. Parece simplista pero en realidad es destacable que el recurso para anclar en el presente, en lo que sí es real, sea lo más intrínseco del ser humano, la respiración. Luego de aquel suceso me quedó muy grabada, desde el cuerpo, la importancia de abandonar el deseo de control que en su contracara, a mi parecer, no es otra cosa que el aumento de la flexibilidad, el estar receptivos para que la vida traiga aquello que necesitamos experimentar, sea esto o no lo que teníamos pensado para nosotros. Confiar que la vida sabe más que nosotros al respecto.
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