La consigna del día, muy divertida, me gustó y salió como por un tubo:
Don Fermín
Pasaba por la puerta del local al menos dos veces al día, una cuando salía de casa para ir al colegio y la segunda al volver del mismo. La vidriera brillaba por su pulcritud, temprano por las mañanas, cerca de las siete y cuarto cuando me iba, el hombre se tomaba el trabajo de baldear la vereda y limpiar los vidrios él mismo, cuidaba de ese comercio como si fuera un auto de alta gama el cual solo podía manejar su dueño. Se llamaba Fermín, nos conocíamos de vista porque nuestra casa quedaba en la misma cuadra, al 1180, y su local de computación estaba casi llegando a la otra esquina, donde ascendía la numeración. A veces acompañaba a mamá a hacer alguna compra y en esos siete u ocho pasos que tomaba atravesar el frente del local, espiaba hacia adentro y podía verlo de pie, detrás del mostrador vestido con ese traje negro ridículo, ordenando la mercadería o atendiendo a algún cliente. Mamá lo adoraba porque el viejo era educado y seductor, “buenos días señora Alicia, que tengan muy buenos días”, nos decía al pasar con esa voz grave y luego, sin excepción, seguía una carraspera como si tuviera algo alojado en la garganta desde siempre, imposible de quitarlo de ese lugar. Una vez le pregunté a mamá si aquello sería indicio de que Don Fermín estaba enfermo porque no había ocasión en que el tipo hablara y no siguiera detrás de su voz ese sonido de tos irritada. Que no se malinterprete, el hombre me caía bien pero había algo en ese ruido que no me cerraba, algo contradictorio, incoherente, como si cuando hablara dijera algo y con aquel sonido lo borrara.
A mí también me saludaba, en ocasiones cuando volvía con amigas del colegio para casa, lo encontraba parado en la puerta del negocio como un señor inglés, parecía el botones de un hotel de lujo listo para agarrar el equipaje de algún huésped recién arribado. Al pasar por la puerta me miraba con sus ojos negros, llenos de respeto, y soltaba un “buenas tardes, Belencita, que tengan una hermosa tarde”. A diferencia de mamá yo no frenaba, entonces la carraspera me llegaba de espaldas como la culminación infaltable de su saludo.
Fue a finales de diciembre, me acuerdo perfecto porque hacía calor y todavía estaba rindiendo las últimas materias que me había llevado, con la esperanza de poder salir de vacaciones el resto del verano y no tener que quedarme estudiando para rendir en marzo. De hecho, recuerdo con claridad que ese día rendí biología porque salí de casa concentrada, repasando el sistema digestivo y la alimentación de las células y apenas levanté la mirada vi desde mitad de cuadra los tres patrulleros de la policía estacionados en la puerta. Pasé rápido, sintiendo una mezcla de temor y curiosidad al ver semejante despliegue poco habitual por mi barrio, y ahí estaba él como siempre, tres efectivos lo rodeaban mientras un cuarto le ponía esposas en sus manos detrás de la espalda. Cuando estuve cerca, alcancé a oír palabras sueltas de la boca de uno de los oficiales, mientras el tipo lo escuchaba con la mirada gacha. No decía nada pero tampoco pudo contener ese sonido delator y al pasar por su lado solamente percibí que carraspeaba y carraspeaba.
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