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  • Foto del escritorFiorella Levin

Distracciones

Actualizado: 25 feb 2020

Cerca de cumplir treinta años, comenzaba a sumergirme en una crisis existencial profunda, y me sentía sola, triste, angustiada e incomprendida. Mis amigos vivían cosas muy distintas a lo que me pasaba a mí, me percibía lejana, mis ganas de hablar con ellos de temas profundos se evaporaron y pensé que no encajaba en ningún lado. Muchos de ellos ascendían en la escala corporativa, comenzaban a casarse y a tener hijos. Yo era la única que decidí emprender, era soltera y el solo hecho de pensar en un niño me ubicaba internamente en otra galaxia. Nunca desee tener hijos como una meta en sí misma, yo sólo soñaba con enamorarme.

En ese entonces, mi trabajo era hacer crecer con tenacidad el emprendimiento que había creado sola, con mucho esfuerzo y dedicación, y luego de varios años mi entusiasmo iba en declive. Mis días se llenaron de reuniones, visitas a clientes y proveedores y de esta forma me mantuve entretenida un buen rato.


Como el proyecto dependía de mi en su totalidad (es decir, no había otra persona que me ayudara) me concentré, año tras año, en no enfermarme como sí ocurría cuando era adolescente con mis altas fiebres, porque de lo contrario me vería obligada a frenar. No obstante y cerca del inicio de aquél emprendimiento, me diagnosticaron una alergia respiratoria que pude apaciguar con el horrible broncodilatador, más conocido como puff (que siempre me recordó al chico asmático de la película The Goonies). Por momentos me ahogaba tanto que, literalmente, no podía respirar. La alergia fue la primer señal que mi cuerpo me dio para indicarme que algo no iba bien pero mientras ambos pudiéramos coexistir cordialmente, yo estaba dispuesta a compartirnos. Qué sabio es el cuerpo.


El día era fácil: trabajo, trabajo, trabajo. Me mantuve ocupada llenando mi agenda con todo tipo de compromisos pero de noche, cada vez que volvía a mi casa y me encontraba de frente con mi sola compañía (además de mi perro Simón), la pasaba muy mal. Lloraba, comía golosinas compulsivamente y apenas comenzaban los pensamientos feos me iba a dormir para apagarme. Así viví durante esa época, trabajando a las corridas de día, aunque no hacía falta correr, y apagada de noche, entumecida hasta la médula. Aquella fue mi forma de evadirme de mi misma y así me mantuve distraída durante todo el tiempo que pude sostenerlo, hasta que claro, llegó el día en que se hizo insostenible porque todo lo que queda ahí en el fondo atrapado, cuando no sale a la superficie y lo miramos de frente, inevitablemente tarde o temprano por algún lado estalla...

Con mucha ayuda logré superar esa fase, entendí muchas cosas, especialmente de mi misma, lo que me permitió sanar y recuperar la alegría que, sin darme cuenta, había perdido. Y cuando uno hace un trabajo profundo hacia adentro, si pone la suficiente atención, se convierte en un observador ilustre. O al menos eso me sucedió a mí.

Fue entonces cuando dimensioné la creatividad colosal del ser humano, incluso cuando se trata de enterrar y cubrir esa bomba de tiempo que aguarda paciente allí en la trastienda de nuestra persona, para ser detonada cuando ya no damos más.


Lo que advertí con el tiempo y observando, es que distraernos significa hacer ruido encima de nuestros propios pensamientos porque es la mejor manera de taparlos. Y es curioso notar, ademas, cómo se manifiesta el barullo, en muchos casos literalmente con ruido. Así encontré mucha gente que canta cuando se encuentra en medio del silencio, o incluso silba hasta que alguien interrumpe con palabras. Algunos son más evidentes, son aquellos que no pueden dejar de hablar y dicen cosas, una detrás de la otra. Reparé en el hecho que muchas personas se incomodan en medio del silencio y apenas llegan a sus casas prenden "ruido", sonidos de fondo como la TV, la radio, o música. En el silencio los pensamientos se hacen más evidentes...y los dolores también.


En su libro "Razones para seguir viviendo", el autor Matt Haig, relata su difícil experiencia con la depresión y ansiedad que sufrió a sus veinticuatro años. "En los viejos tiempos, antes de la crisis, yo manejaba la preocupación mediante la distracción. Iba a discotecas, bebía mucho, pasaba los veranos en Ibiza, comía los platos más condimentados, veía las películas más escandalosas, leía las novelas más espeluznantes, escuchaba la música más estrepitosa, trasnochaba. Me asustaba la calma. Me asustaba, supongo, tener que disminuir la velocidad y bajar el volumen. Me asustaba no tener otra cosa que escuchar que mi propia mente", sostiene.

Las distracciones vienen en múltiples formatos, algunos muy trillados como el mío con el trabajo o aquellos que miran televisión sin ver, navegan en internet o se pasan horas scrolleando las redes sociales o jugando a la play. También están esas personas que no toleran la quietud y arman un plan detrás de otro con tal de no estar solos o como hice yo, que cuando los veía venir, elegía dormir. Y en esencia lo que esto significa para mi es no tolerarse a uno mismo, esquivar a ese otro honesto que fue a parar al rincón detrás de escena, y deja en evidencia la incapacidad de conectar con uno, con todo eso que esta en ebullición por allá adentro.

No, no es una crítica hacia ellos, yo estuve ahí y sé el dolor que genera. Porque además, usualmente no es algo que uno hace a conciencia, en efecto, no lo podemos ver pero uf! sí que se siente. Hay una frase que dice "una vez consciente, no puedes ser indiferente", o dicho más simple, cuando ya lo vimos, ahí sí que no podemos hacernos los desentendidos. O en el peor de los casos, asumir las consecuencias que -sabemos- vendrán cuando pateamos algo a un futuro que aún no llegó.


Hace unos años, una profesora me enseñó que la manera en la que nos relacionamos hacia afuera es la misma en la que lo hacemos hacia adentro, con nosotros mismos, lo que equivale a decir que si soy alguien que trata mal a la gente, es posible que también lo haga conmigo. O si tiendo a juzgarme a mí mismo fácilmente, también es probable que me incline a enjuiciar a los demás con la misma soltura.

Y siguiendo con esta premisa, pienso en la importancia de exponernos a esa quietud, a ese silencio, al animarnos a quedarnos un ratito con nuestra cabeza y escuchar lo que tiene para decirnos, porque esa incomodidad es un puente que nos puede llevar a sentirnos mejor. Si lo hacemos, si asumimos ese compromiso con nosotros mismos, atravesar los problemas y los dolores se hace más fácil. Así también la empatía con el otro aparece sin esfuerzo y conectar con los demás se convierte en algo extraordinario.



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