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  • Foto del escritorFiorella Levin

-Conectar-

En el año 2013 fui voluntaria de la Fundación Sí durante un semestre. Venía de atravesar una profunda crisis existencial que me pegó por todos lados, ese año empezaba a resurgir de a poco y mis emociones se encontraban muy a flor de piel. Participar de la fundación me sensibilizó aun más y sentí que tenía que avanzar por ahí. Al principio encontré empatía en los otros voluntarios notando que todos aportábamos nuestro tiempo a una causa común. Luego de un período, además de clasificar ropa y embolsar galletitas (todo producto de donaciones de personas y empresas), me animé a sumarme a las recorridas nocturnas que se hacen en diferentes puntos de la ciudad, llevando comida a gente en situación de calle aunque esencialmente para acompañarlos. Recuerdo haber asistido a una charla para nuevos voluntarios que fue impartida por otros voluntarios experimentados, y que además contó con la participación de un hombre que había vivido en la calle y que, con toda su voluntad más la ayuda de la fundación, pudo salir.


De todas las cosas que relató de cuando él vivía en la calle, lo que más me impactó fue cuando habló del contacto físico, explicaba que cuando uno está en la calle se siente invisible, al punto de dejar de considerarse humano y recuerdo que en ese momento se comparó con un animal. Así se sentía y lo que para él constituyó el punto de inflexión fue el día que una voluntaria, luego de conversar con él como hacía cada semana, lo miró a los ojos y esta vez, además, lo abrazó. Ese día volvió a sentirse persona, visto, registrado.


Más adelante, tomé de aquella experiencia el registro del otro para lo cotidiano. Primero empecé a saludar a los encargados de los edificios durante nuestros paseos con Simón. Quizás un "buen día" o algún comentario sobre el clima como excusa para charlar. Luego, di un paso más al preguntarles los nombres y esos actos se convirtieron en algo rutinario, uno de ellos incluso cada vez que me saluda me responde lo mismo, de un modo muy sentido: "buen día, que tengas un buen día". Y así fui ampliando el saludo al policía de la esquina, al barrendero de la otra cuadra, al señor que atiende el puesto de diarios, al empleado de seguridad de la farmacia o del local donde entré a probarme zapatillas.

Luego pasé del "buenos días" a un "buen provecho" toda vez que vi una persona almorzando en algún escalón de un edificio o en el banco de una plaza, en un recreo de sus trabajos. Empecé a detenerme y a decir "gracias" mirando a los ojos al mozo que me sirve en un restorán, aún si tengo que interrumpir la conversación con mi interlocutor sentado en frente mío.


Y empecé a percibir no sólo lo que estos detalles generan en el otro sino también lo que me pasa a mi. Ese ser vistos, ese registro mutuo es algo que, a mi parecer, excede la buena educación y los buenos modales, es un pequeño gesto que nos conecta nuevamente con la esencia de lo que somos, nos recuerda nuestro instinto gregario y nos devuelve a lo más puro que tenemos como especie. Es, como le pasó a aquél hombre que alguna vez vivió en la calle, sentir y hacerle sentir al otro "te veo". Creo en el enorme poder de los pequeños gestos y veo la reacción en el otro y se que algo vibra en el medio cuando suceden estas cosas. Porque también me pasa a mi, yo lo siento.


En 2018 viajé sola a Estados Unidos y mientras recorría Chicago por primera vez en mi vida, me sorprendió ver tanta gente durmiendo en la calle. Ese día me había despertado cansada y triste por un mensaje desagradable que recibí en mi celular. Paseaba por una zona céntrica cuando vi un hombre sentado en una silla rota y vieja, parecía muy borracho o drogado y yo, sumergida en mi mundo, sólo pensaba en el calor que tenía. Pasé por su lado y entré al supermercado Walgreens que estaba pegado a donde se hallaba él. Compré una botella de agua para mi y otra para él junto con unas galletitas. Cuando me acerqué a darle la bolsa con la compra, se puso de pie, incluso en el terrible estado en el que estaba, y me agradeció mientras me mostraba una sonrisa enorme de dientes blancos que contrastaban con su piel morena. Pero mayor fue mi sorpresa cuando al despedirnos tuvo un impulso y me abrazó, y yo, emocionada, me entregué a su abrazo. Ese encuentro, ese brevísimo instante de silencio donde no hay barrera de idioma, ni de cultura, ni de clase social, ese segundo de humanidad, me conmovió profundamente y me cambió el día.


Ya sabemos que el contacto sana. Conectar y el contacto sucede todo el tiempo, no sólo en momentos íntimos con nuestros seres queridos, hay oportunidades a diario y como ocurre con toda oportunidad, pienso que está en nosotros buscar y generar esa conexión y esos momentos de contacto con el otro que, quién sabe, le pueden cambiar el día a alguien o incluso a uno, tal como me paso a mí en Chicago ese día.


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